jueves, 18 de noviembre de 2010

Crónica del Hombre X


El Hombre X ha tenido una vida embadurnada de frustraciones. Sus padres habían desaparecido en el año 1978, en medio de extraños y confusos episodios. Solo recuerda como familia a su abuela, que lo crió con dolor y sin premeditarlo se transformó en su madre no-sanguínea, hasta que la locura la hizo pertenecer al sótano de los sin voces por un largo tiempo, y murió un día domingo en uno de los más sórdidos hospicios bonaerenses.

Desde aquél día, este sujeto gris y párvulo deambuló desde casas de vecinos y amigos de su abuela, hasta por orfanatos grises, donde su libertad estuvo (durante lo que le quedaba de infancia) bajo el poder de cuarteados archivos en Jueces de Menores.

Su juventud, después de los 21 años de edad, no fue la misma que su infancia, si no peor, al darse cuenta de que por más fervor democrático que exista, la ausencia lo hacia volver años atrás, y la búsqueda era la misma búsqueda de tiempos anteriores pero con distintas responsabilidades. Él era el único que podría cambiar su realidad, esa extraña realidad sin sus padres que seguían desaparecidos, “no estaban ni muertos, ni vivos, no estaban…” (según un tipo de bigote).

El destino, la deserción de la universidad y las relaciones sociales desacertadas, lo llevaron al joven a vivir de pensiones frías a pensiones húmedas, sustentadas por su esfuerzo en empleos indignos (no tenía muy claro eso de que el trabajo dignificaba al hombre), hasta que por fin consiguió vacante en una agencia de cobros.

Su mundo era pequeño, su labor grandísima, se expandía por toda la ciudad y el mundo era suyo (en responsabilidad, más no en poder). Sus propiedades privadas en la tierra eran: un escritorio antiguo color marrón viejo, una maquina de escribir que meaba tinta y un cajón que guardaba olvidos y papeles del pasado.

El sueldo era bueno, más bien le servía para poder comer y pagar la pensión. Su lugar de trabajo estaba a metros de la oficina de la sensual y exuberante secretaria del Jefe, la cual le sonrió varias veces en su primer día de trabajo, en su segundo día y también en el tercero. Era la primera vez que alguien reparaba en él, la primera vez que le pareció lejana la melancolía por la ausencia de sus padres, la muerte de su abuela y sus fracasos universitarios. Y allí estaba el tipo, mirando a la mujercita sexy de arriba hasta abajo y siendo mirando por ella de la misma manera. Era el único momento de su vida en que se sintió que podía manejar una situación. Su escritorio era su mundo y las fantasías vivían en su cajón. El café de la mañana y el vaso de agua de la tarde no habían sido tan placenteros como aquellas miradas. Ese acoso platónico mutuo a la distancia, duraría tan solo 4 días, hasta que el primer viernes, el tipo se armo en coraje y le propuso una cita. Esa cita fue como ninguna otra, porque el Hombre X nunca había tenido otra cita. Después de una humilde cena, ella lo llevo a su departamento y cuando la fémina le franqueo la entrada, su corazón había rebalsado. Allí dentro, el éxtasis, la pasión y ese vaivén que le habría puertas al paraíso lo hizo sentir indispensable, para ella y para él mismo. Ese día o esa noche (no estoy muy seguro), el amor habría golpeado su puerta, justo en el momento que lo necesitaba.

No le había pasado con sus padres. Cuando los necesitó, no estaban (según un hijo de puta con bigote). Cuando a su abuela, uno de barba se la había llevado. Tampoco cuando su juventud golpeo las puertas de la libertad y el sistema lo llevó a una fría e inhóspita pensión.

El amor con la secretaria de su jefe duró no más de tres meses, cuando un día el Hombre X llegó tarde a la oficina y al abrir la puerta del despacho del Gerente, la encontró a ésta arrodillada frente al viejo. El reto del jefe con el índice acusador señalando su rostro no le pareció más grave, aún, que el hecho. Una vez más había fracasado. Tampoco le extrañó mucho cuando a las dos semanas se le venció el contrato, y su sueño de obra social terminará vendiendo panchos frente a la estación de Chacarita.

No muy sorprendido, aceptó la derrota, su mundo se derrumbada nuevamente, y lo hacía frente a él, todo encajaba perfecto. No lo entendió ni lo comprendió, solo lo aceptó. Como venía haciéndolo con su vida desde pequeño. Lo aceptó como a la desaparición de sus padres, como cuando la muerte de su abuela lo dejó bajo un juez de menores y su libertad paso a ser delegada entre malditos e inextricables archivos.

Pasaron varios años y noches difíciles. La época de la inflación y de la mentirosa revolución productiva no lo sorprendió mucho. El sistema lo dejó de la vereda de enfrente otra vez, como años atrás. Su puesto de panchos se había mudado al andén de la estación de trenes y todo fue lo mismo, la misma pensión, la misma baja autoestima, el frió invierno y el caluroso verano. La necesidad de obra social y la de amar a una mujer se anudaban en sus pensamientos con la búsqueda de la identidad y, los sueños rotos mientras preparaba panchos y agitaba calientes frascos de nauseabundos condimentos. Los vagones llenos de trabajadores cansados y de lindas señoritas se mezclaban con el ruin paisaje de niños hambrientos y de errantes cartoneros. Todo culminaba en un pancho con aderezo y papas fritas.

Su hambre de sexo terminaba una vez cada quince días en el “pisito” de la calle Alvarez Thomas al 1200, justo frente a la pensión. Y así creyó un tiempo ser feliz hasta que conoció a Laurita, la que atendía el kiosco del andén de enfrente en el turno tarde. No sé cómo la invitó a salir, ni él lo recordó. Y un martes a la noche comieron una grande de muzza con Coca-Cola en Uggi’s. No sé cómo la invitó a la pensión y amanecieron juntos bajo el cielo raso húmedo, y enfriados por un maldito chiflete que entraba como escupida por la persiana rota.

Durante seis meses fue así, saluditos desde un andén al otro y la pizza de los martes en Uggi’s para ir luego a la pensión. Hasta que se repitió un miércoles y un jueves. Así pasaron más meses. Seis meses más hasta que con mucho esfuerzo se la trajo a vivir con él, pero esta vez en un departamento dos ambientes que alquilaban los dos ya que él había conseguido un puesto de operario en una fábrica metalúrgica y ella de mucama turno noche en un hotel. Doce horas por día fabricando tornillos y bulones, un sueldo ilógico y la ausencia de obra social le golpeaba en la cabeza como cuando preparaba panchos y como cuando tecleaba la maquina de escribir que meaba tinta en aquel viejo escritorio. Ella, un sueldo también ilógico, pero por lo abundante.

Una mañana de sábado, fría como todas, vio un papel tirado en el suelo del dormitorio, justo al lado de la mesita de luz. El papel llevaba escrita una dirección: “Alvarez Thomas 1270”. La dirección le parecía familiar. Justo sobre esa calle y altura quedaba su vieja pensión. Lo peor, aún, en la vereda de enfrente.

El Hombre X se presentó en aquel lugar, el nuevo fracaso era inminente. Lo sorprendió un tipo amanecido y de pocas palabras, sentado en un uno de los sillones, el cual lo miraba con miedo y desconfianza. Pasaron varios minutos en un sin fin de nervios y gritos (entre el tipo que estaba sentado, la 840 y el Hombre X), hasta que apareció ella. Si, Laurita. Después de un llanto infinito de él, fue ella la que fríamente le indico la puerta para que abandonara el lugar. Él lo aceptó nuevamente y se fue. No lo entendió ni lo comprendió, tan solo lo aceptó, como siempre, como venia ocurriendo desde hace años. Como tuvo que aceptar que para aquella hermosa secretaria antes de él estaba su Jefe, como tuvo que aceptar que un Juez que desconocía sus necesidades de niño lo hizo deambular por grises y tristes orfanatos, como tuvo que aceptar que el Dios que todo lo ve, se había llevado a su abuela para que se quedara solo, como también tuvo que aceptar que un hijo de mil putas con bigote nunca diga donde estaban sus padres.

El Hombre X aceptó que todas las cosas que quería tener en esta vida ya habían sido tomadas por otros, y todos los sitios donde él quería estar ya habían sido ocupados. Solo allí salió a tantear su valentía y su condición de hombre, solo allí pudo demostrarse a sí mismo que le sobraba coraje y carácter. Solo cuando vio que su mano derecha sacaba un revolver de la cintura para llevarlo a su cabeza.

La única bala que hasta hace dos horas iba a ir a parar a la frente de ella, finalmente estaba predestinada para él.

El caño contra su sien estaba tibio y no sintió miedo. Un instante antes de jalar el gatillo, solo un puto segundo antes del disparo, pensó en el día después:

-“¿Quién me llorará?

¿Qué importa? Mañana es domingo… y los domingos suelen ser tristes”.





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