martes, 7 de junio de 2011

La Dulce Quimera

Mentiría si dijera que me basta con entender las malas experiencias para que a través de la crónica existencial se me haga más fácil poder elegir el camino correcto. Sería hábil si al recordar aquella semblanza de Cohelo, comprendo que cuando realmente deseamos algo, el Universo entero se confabula para que todos nuestros mejores planes… se vayan al carajo. La realidad me dicta una sentencia ya esperada: “Los trenes siempre andarán fuera de horario, llegaras siempre tarde a todos lados”. No interesa, el próximo vendrá más vacio y menos destruido.

Como verán soy uno de los tantos que se quedó mientras muchos se exiliaban a otros lugares mejores para ser mejores. Tampoco es que me conformo con el Caseros de las noticias parciales e inicuas, menos con el de la plaza siempre de fiesta, ni con el de los bares que desaparecen mientras los edificios crecen inalcanzables, sencillamente intento apuntar mi brújula hacia los arrabales que muchos, por el delirio megalómano que los lleva vivir aquí, en este barrio, ni siquiera saben en qué rincón del mapa se encuentran. También entiendo que por encima de todo esto están los escritos, las cartas que escribo y no son devoradas por ningún buzón de correo, las preguntas sin respuestas, lo que siempre echo de menos. Muchas veces me gustaría irme lejos, y permanecer un tiempo en algún sitio lejano, pero no para intentar deambular nuevamente el mundo con la infectada sensación de ballotage que se alimenta por algún supuesto fracaso o alguna desgana, no por ese desengaño irreparable que nos hace vomitar lo absurdo de la vida que llevamos dentro, sino para entender desde muy cerca la transformación de una conciencia separada del caparazón que la encierra y la oscurece. Por otro lado están los amigos y el submundo que hace eco en el silencio del globo distinguido y celebrado, donde algunas veces llegan y, sin corbata, con sus reflectores y cámaras para mostrar lo desconocido y lo que pareciera ser necesariamente innecesario para algunos ojos sensibles que lo observan y lo debaten todo fácilmente frente a la caja boba.

Todo esto lo pienso, será porque es domingo y hace frío y el Che está muerto, sabiendo que no estoy solo en este tren sucio e inhóspito, sintiendo que quizas la Morocha me quiere y creo que yo tambien, no estoy muy seguro, aunque me haya quitado el sentimiento de alivio al usurparme el asiento que da a la ventanilla, y de alguna manera hasta tambien sospecho que en algo nos parecemos por más que nunca pueda eliminar esos tres puntos suspensivos que mantienen tan distantes a la vida de ella con la mía.

Ella tiene la dura expresión de la morocha argentina sin ninguna mezcla sanguínea en el medio: piel blanca, ojos muy pequeños y achinados, delgada y pelo ondulado que se lo acomoda todo el tiempo quizás para ver mejor, quizás para darle más acentuación a su flequillo extrañamente moderno, no lo sé. En el tren hace frío y calor al mismo tiempo, noto una angustia universal, como si todos en cualquier momento nos pondríamos a llorar por distintos motivos. No sé si esto lo pienso por las paranoias que acumulo o porque en todo momento ideal con mi Morocha alguien irrumpe en el vagón para alejarnos del buen clima. Ahora es un vendedor de bolígrafos, antes era el de las agendas, yo voy sintiendo como mi brazo izquierdo que rodea su cuello se va durmiendo de a poco. Me da cierta culpa dejar de abrazarla cuando ella ya ha apoyado su cabeza en mi hombro y ha cerrado los ojos. El interrogante del acto seguido me fastidia, no encuentro una salida que me beneficie dentro de este caos, por un lado se encuentra mi brazo adormecido, por otro, la Morocha y sus ganas de sentirse importante para alguien, no importa que yo sea el que con mi brazo siempre izquierdo le rodee el cuello y la arrastre contra mi hombro, no importa que ese calor sea mío sino el de alguien, estoy seguro, y me da culpa dejarla sola nuevamente entre mi distante presencia y la ventanilla que ya a esta altura no le da ninguna garantía de alivio a nadie. Todo esto ocurre pero yo de a ratos estoy en Santa Clara del Mar, donde este tren no existe, y el Gordo está muy libre y menos culpable de todo. Son casi las cuatro de la tarde y el Gordo pareciera que está por explotar en cualquier momento, quizás por la gordura, quizás por lo colorado, no lo sé. Su mirada celeste no dice nada valioso ni lo dirá en el resto de los días que pasen, solo a su presencia aquí, como en cualquier lugar, lo inundan las afirmaciones básicas de siempre. Hablo de su simpleza moral, esa que todo este tiempo ha cimentado una coraza en él frente a mí, donde nunca pude entrar pero que algunas veces me ha llevado de prisionero a la fuerza con su confianza y generosidad. Así las cosas, estoy angustiadamente sorprendido.

Algunas veces pienso que no tengo mucho que ver con algunas amistades que frecuento, pero mientras más voy de bar en bar, de charco en charco trastabillando las horas donde los buenos duermen soñando con ser aún más buenos me doy cuenta de que, así, de esta manera es cuando puedo sumarme a esa alegría tan desnuda e indiferente a la realidad, y voy presenciando ese mundo, como queriendo de a poco entender aquella existencia de la cual todos los que allí habitan, no entienden nada.

No recuerdo como nos hicimos amigos con el Gordo, recuerdo en detalle cada salida, cada conversación, cada ataque de risa, pero no recuerdo ese primer apretón fuerte de manos, esa palmada fuerte en el hombro casi primitiva y espontanea que nos damos lo hombres acompañado de una mueca espantosamente de confianza, como sintiéndonos que hemos subido un peldaño en la vida del otro. Es que el Gordo siempre estuvo cerca de mí, pero yo siempre tan lejos como al principio. Ni jugando al fútbol juntos, ni yendo a las bailantas, ni en su fiesta de cumpleaños, ni festejando el mío en su casa.

Ahora me ahoga la angustia de lo irreversible que le ha sucedido, acusándome con entera culpa y llenándome de responsabilidad de amigo, de compañero en este juego de dados reiterado que es la vida. No pude ver más allá esta vez, antes que ocurra, no pude entender de cerca lo que tanto veo de lejos. Recuerdo sus estúpidas discusiones sobre fútbol, su ostentación sobre sus ventajas materiales, su sacrificio por llenar el vacío de adentro tan solo con comida, sinceramente lo recuerdo y me da asco, pero más asco me da de mi mismo.

Ayer sábado me ha preocupado su ausencia, no porque extrañase su estupidez o sus ganas contagiosas de beber hasta reventar, sino porque comprendí que se estaba alterando un orden en la vida de todos los que en cada fin de semana nos reuníamos para festejar la noche junto a él y también ignorándolo al mismo tiempo ¿Pero qué va? Hoy ya es domingo y el Gordo no está, la libertad allí casi muerta detrás de los barrotes le planteará demasiadas preguntas a él antes de extrañarnos. Tampoco está Tío “Chiche” por hechos diferentes y, otros tantos… Lo demás seguirá normalmente estático como siempre: el mismo barrio, la misma casa, el mismo tren que ya muerto nos da un respiro. La Morocha me toma de la mano y me observa, mis ojos se cierran al llegar a una desamparada esquina y comienzan a dibujar en mi mente una ilusión futbolera exhibiendo al potrero frente al mundo, un escalofrío arrebata mi cuerpo que se ha escondido de la sensación térmica, el Gordo está acá conmigo, Tío Chiche también, un Barrilete Cósmico sobrevuela Buenos Aires, el festejo argentino llega a su clímax. El malón albiceleste asedia al frío y gris centro porteño. Las banderas, el bullicio de las bocinas y los cánticos, las luces deslumbrantes y el humo de las bengalas dan un marco irreal a las negras figuras que danzan a contraluz. La multitud se encuentra borracha de ese cóctel que mezcla partes iguales de alegría y enconado revanchismo. Y la ciudad está siendo convertida, por la más fiel y mejor amante de las tribus urbanas, en el lugar de un rito celebracional presidido por el Gran Tótem Fálico de los argentinos, el Obelisco.

La Pura Verdad (de Paco Urondo)

Si ustedes lo permiten,

prefiero seguir viviendo.

Después de todo y de pensarlo bien,

no tengo motivos para quejarme o protestar:

siempre he vivido en la gloria:

nada importante me ha faltado.

Es cierto que nunca quise imposibles;

enamorado de las cosas de este mundo

con inconsciencia y dolor y miedo y apremio.

Muy de cerca he conocido

la imperdonable alegría;

tuve sueños espantosos

y buenos amores,

ligeros y culpables.

Me averguenza verme cubierto de pretensiones;

una gallina torpe, melancólica, débil, poco interesante,

un abanico de plumas que el viento desprecia,

caminito que el tiempo ha borrado.

Los impulsos mordieron mi juventud y ahora,

sin darme cuenta,

voy iniciando una madurez equilibrada,

capaz de enloquecer a cualquiera oaburrir de golpe.

Mis errores han sido olvidados definitivamente;

mi memoria ha muerto y se queja con otros dioses varados

en el sueño y los malos sentimientos.

El perecedero, el sucio, el futuro, supo acobardarme,

pero lo he derrotado para siempre;

sé que futuro y memoria se vengarán algun día.

Pasaré desapercibido, con falsa humildad, como la Cenicienta,

aunque algunos me recuerden con cariño o descubran mi zapatito

y también vayan muriendo.

No descarto la posibilidad de la fama y del dinero;

las bajas pasiones y la inclemencia.

La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado

por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta.

Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud

y en mi destino y en la buena suerte:

sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido y acariciado,

golpeando a la puerta de nuestra desidia.

Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;

compartir este calor, esta fatalidad que quieta no sirve y se corrompe.

Puedo hablar y escuchar la luz y el color de la piel amada y enemiga y cercana.

Tocar el sueño y la impureza, nacer con cada temblor gastado en la huida.

Tropiezos heridos de muerte; esperanza y dolor y cansancio y ganas.

Estar hablando, sostener esta victoria, este puño; saludar, despedirme.

Sin jactancias puedo decir que la vida es lo mejor que conozco.